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El precio del éxito, por Javier Pérez Senz

A la hora de hacer balance, los festivales suelen esgrimir las altas cifras de asistencia de espectadores como prueba irrefutable de éxito. Hacen bien. En estos tiempos de crisis, la falta de respaldo del público suele tener efectos letales. Pero conviene mirar con atención otros indicadores de buena salud artística. Contratar a estrellas indiscutibles del mundo clásico como Plácido Domingo, Juan Diego Flórez, Daniel Barenboim o Lorin Maazel está muy bien, dan glamour y garantizan, casi siempre, un lleno total, aunque con los desorbitados honorarios que perciben nunca está claro si salen rentables. No vamos a discutir ahora las leyes del mercado. En España, contratar a golpe de talonario ha sido, y sigue siendo en muchos teatros y festivales, el motor principal de las programaciones.  Por eso es tan importante fijarse en otros indicadores.
Conviene poner freno a los festivales que, con dinero público, practican sin disimulo una política artística basada en el culto a las grandes estrellas, en la contratación del divo de turno, del pianista más mediático o de la orquesta de mayor relumbrón.
Uno de ellos es la producción propia, el no depender siempre de los artistas, las orquestas, los directores en gira, con programas cerrados, que suelen ser trillados para no asustar al público. Lo tomas (si puedes pagarlo) o lo dejas. Algunos festivales optan por fórmulas de mayor riesgo; encargan obras, impulsan coproducciones, diseñan programas exportables, recuperan patrimonio musical, apoyan a los músicos del país y buscan el equilibrio entre las propuestas más innovadoras y el gran repertorio, al que nunca hay que dar la espalda porque es la base para crear afición. Así es más difícil llenar los aforos, pero ése esfuerzo no cae en saco roto porque contribuye a crear tejido artístico a partir de la cantera, algo muy necesario para dejar de ser considerados en el circuito internacional como el último paraíso del bolo de lujo. Conviene poner freno a los festivales que, con dinero público, practican sin disimulo una política artística basada en el culto a las grandes estrellas, en la contratación del divo de turno, del pianista más mediático o de la orquesta de mayor relumbrón. Si se hace desde la iniciativa privada, nos parece estupendo, porque los artistas famosos son siempre la guinda del pastel musical. Pero con recursos públicos, los objetivos han de ser otros.
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